Eco del paraíso

«¿Estará allí?»

En su maravillosa Historia de las tierras y los lugares legendarios (ed. Lumen), de ilustrativo texto y persuasivas ilustraciones, Umberto Eco, el semiótico italiano que también -que tan bien- cultivó la novela y otros palos, dedica un elocuente episodio a la historia cultural de los paraísos.  “Entre las maravillas de Oriente se encontraba el Paraíso terrenal», recuerda. Supongo que a los orientales su tradición también los emplazaba a buscar el paraíso en el oriente, esa casa solar. Como el oriente de nuestro oriente somos nosotros, no queda sino atemperarnos y convenir que cada uno puede buscar el edén que más se le antoje donde sea capaz. Para cerca, Vargas Llosa, que lo ubica «en la otra esquina», y es verdad, porque el paraíso siempre está próximo, aunque al mismo tiempo cumpla su sola condición: ir a posarse donde no estamos nosotros. Uno rebasa esa esquina y se topa con otra, terca, o con una obra del metro, que es lo más parecido a una entrada oficiosa del infierno industrial. Contradiciendo a Sartre diremos, pues, que el paraíso son los otros, está en los otros. Que se lo apropian. Que lo venden. Y el que quiera buscar infiernos que se vaya a Siria, oriente de nuestra inobservancia, paraíso de fatalidad.

Umberto Eco también se refiere al Génesis. «Cuenta la historia del jardín de las delicias en el que vivían Adán y Eva, y cómo fueron expulsados después del pecado original: Dios “echó, pues, fuera al hombre, y apostó al oriente» -otra vez el oriente- «del jardín de Edén querubines: llameantes espadas, para guardar el camino del árbol de la vida”. Esa obsesión cardinal entronca bien con la parábola del sol naciente, pero explica que en Japón no cundiese el catolicismo. Para ver salir el sol allí tienen que zambullir la mirada en el Pacífico, esa explanada de espumas tan poco prometedora, que sólo pare tsunamis. Nosotros, a oriente, tenemos a Valencia y Cataluña, que últimamente persisten en mostrarse muy poco edénicas. Se las come la corrupción, pero en cada sangrado se enjuagan con una ola, esta mediterránea, de aguas oxigenadas y termales. Nada que objetar: tenemos mar para rato. Y más para Rato, ese Poseidón de los papeles ocultos -es la rompiente de la corrupción, su blancura de oficinas volteadas, carpetas abiertas y discos duros blandos por la humedad-.

Tras la expulsión del Edén, concluye Eco, “el Paraíso terrenal se convierte en un lugar de nostalgia, que todo hombre querría encontrar pero que sigue siendo objeto de una búsqueda infinita”. Y ahí es donde entra la infancia, brillante como un doblón. Que el paraíso reside en ella, según y cómo, pues hay infancias lastimosas de las que surgen hombres que parecen gorgonas. O mejor aún: adultos redimidos que contrarrestan con amor la grima de sus orígenes. Hay infancias de inocencia, y también está la mía. Traveseando un día con amigos en un descampado, cerca de una fábrica abandonada, descubrimos un sólido valor, el de la mentira. Pero no la cruda, la sin par mentira de los infames, sino la que acude envuelta en una verdad accesible, desganada, como la del tertuliano-menestral, que va a su tertulia de jueves como el paleta a la obra. Apenas pusimos el pie entre cascotes y nidos de rata, bajo la techumbre agujereada de aquella ruina, descubrimos la fuerza sonora de un eco -Eco, Eco- muy potente. Advirtiéndolo, uno dijo: “Tebeo”. Las paredes devolvieron “veo, veo”. El aire se sosegaba y yo, más hedonista, grité: “Disfruto”. Y el eco en su resonancia: “fruto, fruto”. El último de nosotros, más taimado -ahora trabaja en banca-, después de acollejarnos, exclamó mientras huía: “¡Disputa!”.

Son los ecos terribles de la infancia, ése, sí, un paraíso interior, pero de sinrazones saludables. Tarda uno poco en percatarse de que la llave del Edén la guarda una alcancía que sólo puede romperse los treinta de febrero; que cuelga, encerrada en su camafeo, del cuello de los decapitados. En la imagen tradicional del burro atado a la molienda, con su zanahoria, tan fantasmagórica, algunos se postulan como los hombres: sosteniendo la vara de la que cuelga la hortaliza. Pero son el burro. Como lo somos todos. Quieren vender el aire que a ellos no les corre por los pulmones. En este furor de subastas, la era del mercadeo, no iban a quedar los paraísos exentos de transacción, existiendo Ebay. Pero es la del mercado negro, como en la Venezuela del ideal, su pajarito de las comunicaciones (ojo, Maduro, no vaya Twitter a pedir royalties). El demócrata, santurrón de las consignas mandatarias, novato de los regímenes (pero qué entereza, oiga) escucha el bullicio, repleto de promisión, y se pregunta: “¿Y si…?”. No: ya está todo vendido. Lo dijo aquél (¿Félix de Azúa?): cada nueva generación cree haber inventado el sexo oral.

A Rajoy le afean que diga en una conversación privada que iremos a unas nuevas elecciones, como si fuera el único que lo cree. Su estrategia es malvenderlas. La de otros, buscarlas definitivamente y en secreto, por lo que les puedan reportar. Hay un pasaje en el libro de Umberto Eco que me sugiere ecos. Son las reminiscencias de cierto partido de los nuestros, pactócrata, congresual. A ver si lo adivinan; dice Eco, que en paz descanse, en alusión a otro paraíso: “En las leyendas taoístas (…) se habla de un sueño en el que aparece un lugar maravilloso donde no hay gobernantes ni súbditos y todo ocurre por espontaneidad natural”. Seguro que les suena. Eco se refiere al Lie Tse Tratado del vacío perfecto. Con ese vacío llevamos manchando periódicos dos meses. La obra mencionada es del 300 d. C. Todos a calcular.

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Acerca de Rubén Diez Tocado

Narrador. Poeta. Bípedo. Omnívoro. Bloguero sobrevenido. Premio Tiflos de cuento por "Los viajes del prisionero" (finalista del Premio Setenil 2015). Premio Internacional Martín García Ramos de poesía por "La nada discontinua" (Ed. Difácil). Contacto: rubendieztocado@gmail.com
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4 respuestas a Eco del paraíso

  1. Angel larrad dijo:

    Me «obligas» a leer demasiado despacio…puñetero

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  2. Lola dijo:

    A mí me «obligas» a releer, pero qué tiempo más bien perdido 🙂

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