Yo no querría tener nada que ver con una banda de traficantes de armas, pero hasta aquí hemos llegado.
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Yo no querría tener nada que ver con una banda de traficantes de armas, pero hasta aquí hemos llegado.
Andrés Manuel López Obrador, presidente de México
El presidente mexicano López Obrador, nieto de cántabro, le ha escrito una carta al rey Felipe VI, nieto de desterrado, donde le indica que España debería pedir perdón por la conquista de su país. Habrá alguno que diga que la disculpa ya está tardando, pero desde luego no menos que la carta: quinientos años tarde. Lo sorprendente es que se trata de una misiva escrita sin ningún tipo de filtro, pero que ha sido filtrada. Alguien no la quiso dejar dormir el almidonado sueño de los cajones diplomáticos, y logró lo que nadie había logrado nunca antes: enfadar a Arturo Pérez-Reverte. Así son las noticias del Nuevo Mundo: entre navío y navío con oro y plata nos cuelan, de vez en cuando, uno chungo con la bodega cargada de reivindicaciones.
López Obrador le ha mandado otra carta similar al papa. La petición es la misma, sólo que en lo ecuménico. A López Obrador se le nota que va a lo seguro. Viene a ser como aquella ocasión en que le escribí un correo a la Enfermedad y puse en copia a la mismísima Muerte. Ni el poder real ni el divino le han contestado. Sí lo ha hecho un híbrido raro de ambos, que es el gobierno de Pedro Sánchez.
Dice López Obrador que hasta que no haya perdón, no será posible una verdadera reconciliación entre los pueblos español y mexicano, lo que me recordó que esta semana se la ha pasado Vox buscando crímenes de asaltos a viviendas de extraordinaria frecuencia. Al no hallarlos, han repetido el mismo muchas veces, por ver si colaba. El genocidio de Hernán Cortés tiene también sus rebrotes cíclicos. Sorprende cómo en algunos entes la sola reputación sirve para sostenerlos, como esos trampantojos de spaghetti western donde el decorado se tiene sobre una pértiga. Yo no querría por nada del mundo ser rey en este momento. Ni papa. López Obrador sí querría: por el precio de dos correos certificados obtengo una respuesta de silencio exprés, uno tan evidente que sólo con su presencia parece estar ocultando algo muy ruidoso.
«Comedia es igual a tragedia más tiempo», dice de esta manera tan formulaica el personaje de Alan Alda en una película de Woody Allen. La tragedia ya aconteció. Y pasó el tiempo también.
El símil que el guionista Billy Wilder daba de su trabajo con Charles Bracket no se sale un ápice del campo de la pirotecnia: “Nos peleábamos mucho. Bracket y yo éramos como una caja de cerillas. Rascábamos sin parar hasta que alguna se encendía”. Y añade, quién sabe si para ilustrar cómo era un día bueno: “A veces llegaba a tirarme una guía telefónica”.
En una calle de Caracas, un grafiti retrata a Nicolás Maduro, quien sostiene en su mano izquierda un librito. Es un ejemplar de la Constitución venezolana. Debajo reza el mensaje: “Papel higiénico bolivariano”. A diferencia del disputado grafiti de La vida de Brian, éste no parece tener faltas ortográficas, a lo que contribuye la diferente técnica empleada. El de la película está escrito a pulso, y es por tanto un ave libre.
Una noche a principios de los 80, en una avenida del Bajo Manhattan, un joven levanta la mano para coger un taxi. Pasan varios vacíos, pero ninguno para. No es la primera vez. El joven les grita enfurecido, los insulta. Es Jean-Michel Basquiat, el más tracendental pintor de su generación junto a Julian Schnabel. Como él, en ese momento ya es un millonario. Sus cuadros se venden bien. Pero los taxistas no lo saben. Sólo ven a un negro que agita sus brazos en la acera, quién sabe si para robarles. Seguir leyendo en la revista Epicuro
Masoquismo electoral
Mucho me temo que ganará Trump.
Porque los que votan como a nosotros nos gustaría viven en Nueva York, en California. Porque los otros viven en todas partes.
Porque yo también he visto el viejo vídeo, repleto de grano y ropa demodé, donde una joven Hillary Clinton defiende la construcción de un muro entre México y los Estados Unidos para defenderse de la inmigración ilegal.
Porque el resultado depende de más o menos la misma gente que fue capaz de votar a George W. Bush. En dos ocasiones. Repito: en dos.
Porque a los electores les gusta pensar que otros presidentes pudieron ser misóginos y racistas en la clandestinidad, sobre todo cuando la democracia envejece, día tras día, de exhibicionismo y, al mismo tiempo, es preciso desnudarla para que no languidezca.
Porque en los países de raíz protestante se castiga más la mentira que el relajo moral. Si tienen dudas, acuérdense de Clinton. De Bill Clinton.
Porque siempre habrá personas que voten contra sí mismas, cegadas por esplendores colaterales. Y las mujeres, los negros y los inmigrantes son personas.
Porque parece muy sospechoso que el FBI se preocupe de exonerar a Hillary Clinton de cualquier delito apenas dos días antes de los comicios -un FBI controlado por una administración demócrata-.
Porque el presidente de EEUU es más poderoso de lo que nos gustaría, pero menos de lo que creemos. El país puede permitirse un presidente así, aunque no lo necesite.
Porque hay una ley básica de alternancia que determina que el ser humano se cansa de ver siempre lo mismo, de comer lo mismo… de votar lo mismo. Al contrario de lo que sucedería con Hillary Clinton, cuatro años con Trump en la presidencia pueden lograr que América se despierte con ganas de haber sido otra. Sólo por eso merece la pena hundirse.
Porque Putin ganó en Rusia, Jesús Gil en Marbella, Berlusconi en Italia, Perón en Argentina…
Porque Platón regresó de Siracusa convencido de que hay bien poco en lo que un filósofo pueda serle de utilidad a un político dictatorial y sofista. La gente, cuando cavila en masa (y no otra cosa son unas elecciones), adora a los tipos duros que bailan con la más fea sin despeinarse, y aborrece a los filósofos que le hacen pensar, que le dicen, desde su frente ceñuda: «¡Eh, tú, idiota!».
Porque la Constitución americana permite que cualquier americano pueda llegar a convertirse en presidente. Y cuando dice cualquiera quiere decir cualquiera.
Porque primero lo ridiculizaron, luego lo subestimaron, más tarde lo despreciaron y ahora lo temen. Es la carrera de un mesías. Merecerá un karma compensatorio.
Porque Trump miente mucho, muchísimo mejor que su adversaria. Y cuando le pillan, repite sin cesar que la verdad no deja de conspirar contra él. De ese modo logra que la gente se fije en la palabra conspirar, no en la palabra verdad.
Porque es más fácil envidiar a un hombre rico, casado con una mujer despampanante, que envidiar a una mujer que sólo es rica.
Porque parece ser lo que realmente dice ser, algo que en ella es sólo sueño. La gente adora ese cuadro de Magritte donde debajo de una pipa enorme se lee: «Esto no es una pipa». Lo que agrada en el arte nunca funcionaría en política. «Dejemos que este hombre sirva de portavoz a esa parte de mí que adoro y jamás mostraré».
No porque le diga a la gente lo que quiere oír, sino porque oye lo que la gente dice y después lo repite.
Porque es repugnante y triunfador, y hay en consecuencia pocas cosas que a un hombre así se le puedan negar. Pudo lograrlo por esfuerzo, por malas artes, pudo ser por suerte. Pero todas ellas son nociones muy deseables cuando se trata de presidir un país.
Porque cuando lo acusan de ser zafio, responde con zafiedad. De estar lleno de desprecio, con desprecio. Eso transmite la idea de un espejo en el que muchos adoran mirarse.
Porque su capacidad de resistencia parece infinita. Cuando los hombres buenos prometen disponer de ella inagotablemente, sabemos que mienten, pues por dentro están rotos. ¿Qué desfallecimiento ha de atacar al que todo lo obvia, ennoblecido por su persistencia?
Porque se lo ha propuesto y viene remando río arriba. Los salmones que nos comemos son los de alta mar. Los que admiramos, sin embargo, son los que nadan contra la corriente, ésa tan perniciosa en su normalidad. Y nadie, en el fondo, desea ser normal.
Porque es un tipo listo que se hace pasar por un tonto que va de listo. Sólo eso ya lo convierte en revolucionario.
Porque los escritores como yo, aquejados de una entelequia, escribimos lo que escribimos muchas veces guiados por la creencia pseudomágica de que así no sucederá. Pero muy a menudo erramos.
Secuencia visual en la que Maestre, Espinar y Zapata muestran cómo le crecía la nariz a Pinocho en el cuento de su infancia.
Un adulto que defendiese a los cuatro vientos la injusticia ciudadana, el despotismo político, la crueldad en su estado puro y la opresión de los pobres, podría fácilmente lograr que su propia conducta nunca lo dejase en entredicho. Por eso la de la política es una profesión tan complicada.
Rita Maestre, Guillermo Zapata y ahora también Ramón Espinar han acabado por descubrirlo. Los tres tienen dos cosas en común entre ellos, y al menos una con nosotros. Todos militan en Podemos. Y en el pasado -hace diez minutos, hace diez años- eran más jóvenes que ahora.
El envejecimiento, como imperativo natural, ya no se utiliza sólo para denostar hoy las canciones de Mecano, ésas que nos enfervorecieron en el ayer. También hace las veces de coartada en política y justifica cualquier contradicción en la que defensores de un ser humano puro y sin entretelas, vacío de maldad, como los bebés, pudieran haber incurrido como resultado de algo que en otros es biología y en ellos atenuante. Además tiene la ventaja de poder usarse a lo largo de cualquier futuro -como todos, ficticio-. Puestos a aventurar, en una Cataluña independiente del 2048, cuando las aguas revolucionarias se hayan estancado y todo sea un aplatanamiento burgués, a diferencia del actual, mal avenido; cuando la provincia de Barcelona reclame su independencia de las otras, harta de tener que sustentar económicamente a Lérida, a Tarragona, las paupérrimas, las derrochadoras; cuando un líder independentista barcelonés ataque en la tribuna parlamentaria al también barcelonés Gabriel Rufián, acusándolo de vendido y de traidor, éste -entonces ya un provecto padre fundador de la patria catalana, única e indivisible- podrá recurrir a la bendita fórmula que lo habrá de exculpar: «Verá, señoría, yo entonces, como ahora usted, era joven y alocado».
Que la edad civil no coincide con la política es un hecho irrefutable. Esto explica que haya muertos vivientes como Odón Elorza que sigan pisando moqueta, viendo pasar por su ventana los féretros de sus enemigos. Y también que el pasado sábado, en la sesión parlamentaria donde Rajoy fue investido presidente, Antonio Hernando, portavoz de los socialistas en el congreso, saliese del hemiciclo diez años más viejo de lo que había entrado esa misma mañana. Los ciudadanos de a pie, con mayor o menor fortuna epidérmica, envejecemos mal que bien. Con los políticos, nunca se sabe. Hasta Pedro Sánchez, con todo su olor a muerto de vendetta, ha dejado caer que podría volver a presentarse como candidato para liderar el PSOE. Dejada atrás su niñez política -como todas, con su fase del no-, se reinventará en la juventud. Quién sabe, posiblemente como el líder de un partido que ya no exista.
Que la edad civil no coincide con la política es algo que también sabía Ronald Reagan. En un debate televisado contra el candidato demócrata Walter Mondale, durante la campaña electoral del 84, utilizó el tema de la edad para bromear, sabedor de que en política no hay broma bien lanzada que no encierre un buen dardo. «No voy a explotar, por razones políticas, la juventud y la inexperiencia de mi oponente», dijo ante las carcajadas del público y un sonriente Mondale, de 56 años. Reagan tenía entonces 73, y algunos aludían a su ancianidad para considerarlo incapaz de ocupar la presidencia. Ganó en 49 de los 50 estados. Y el día de su victoria aplastante, qué duda cabe, sonrió como un niño.
Cada vez que matan a un homosexual por el hecho de serlo aflora el viejo principio del reduccionismo, cómodo como un buen sillón de orejas. Lo usamos a diario, pero entonces es moneda de curso legal porque no lleva sangre adherida. Cuando la bala está entrando en la piel, justo antes de segar la vida, al gay le arrebatan su penúltimo derecho vigente: el de ser muchas más cosas que sólo un homosexual. Toda la baraja de una vida reducida a un solo as. De corazones.
En la película American Beauty el asesino resulta ser un gay que mata por su latencia. Así es como se salva del suicidio, aniquilando en otro el instinto desviado que en él se le antoja insoportable. Su condición sexual peculiar, cree, mancilla su ser completo; la de otros, los destruye fatalmente. Puro narcisismo. Encaja con las fotos que han recuperado del móvil de Omar Mateen en Orlando. En todas sale fotografiado por sí mismo. Los selfies de un selfish.
Sorprende que estos crímenes ocurran en sociedades tolerantes, unas donde el asesino podría pinchar el absceso de su culpa sin mancharse. Como no puede masacrarlas a todas, se ve obligado a elegir. Aparte el afán publicitario, ataca a quienes más firmemente sufren con el dolor de su traición. Supone matar al hermano con el que te vincula un pecado ominoso y del que te distingue, gracias a una acción acuñada en el cielo, tu clarividencia para detectar lo que se está haciendo necesario: en él, morir; en ti, morir matándolo. A veces, reza el dicho, es mejor tener paz que tener razón. Él logra ambas cosas. Echarle la culpa a su radicalización por internet es errar el tiro, desviar la atención. Le bastaba con mantener los ojos abiertos en un mundo que no recuerda lo que fueron las Cruzadas. Si tienen alguna duda al respecto, vayan a Turquía y pregunten a los refugiados, en su mayoría de credo islámico, por qué huyen.
Mateen, como todos los que sostienen con su vida rituales de muerte -incluido en su apellido- proclama el himno de la destrucción o el amor. A sí mismo. Vicente Aleixandre, otro homosexual que no lo fue abiertamente en la España de otro tiempo, dice en el poema Unidad en ella: “Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo, / quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente / que regando encerrada bellos miembros extremos / siente así los hermosos límites de la vida”. Ahora que he demostrado cómo un poema puede inspirar asesinatos masivos, neguemos sin sonrojarnos la misma capacidad para lograrlo de un vídeo-manifiesto del Daesh. Cuando Mateen veía a los suyos arrojando a homosexuales como él desde las azoteas y deseaba estar allí para hacer lo mismo, él no encarnaba en ese acto de fantasía el papel de ajusticiador, tampoco el de ajusticiado. Él era la fuerza de la gravedad.
Uno de los testigos del ataque, con el que Mateen se había relacionado a través de la aplicación de contactos Jack´d, se lo encontró el mismo día del atentado en el Pulse. “Pasó a mi lado, le dije: “Hey”. Se dio la vuelta y asintió con la cabeza”. Claro que asentía. Estaba a punto de ejecutar un acto de afirmación, el primero y más deslumbrante de su existencia aquí. «Siempre estaba enfadado, sudado, simplemente cabreado con el mundo». Así lo describe un ex compañero de trabajo, uno de los ocho que tuvo en cuatro años. No solemos reparar en el tremendo esfuerzo que requiere odiarlo todo, a todos, a manos llenas. Más aún si te incluye a ti mismo. Y lo que pudo hacérselo más insoportable a Mateen es que una sociedad abierta como la de Florida decidiese, entre sus numerosas opciones, la de no condenarlo por su terrible mancha. Por eso el asesino acumuló dentro de sí el odio que, según su visión, les correspondería sentir a muchas personas por sí mismas. Es idéntico, partícula por partícula, al de todas las que decidieron no sentirlo por él.
Con su acto execrable logra por fin la condena unánime que buscaba. Descansa en la paz de los injustos, tan concurrida. Mientras escribo esto ya debe de haber llegado al paraíso que le prometieron. Lo imagino rodeado de huríes bellísimas, todas mujeres. Y sudando.
Un vendedor de papel atiende gustoso a dos clientes (fotograma de El verdugo)
Tengo un amigo que, para decepcionarse con aviso (la vida, de sus decepciones, no da advertencias), nunca empieza un libro sin antes leer el final. Yo no sigo su ejemplo, pero reconozco que en estos días de Feria puede convertirse en un hábito saludable y economizador, especialmente si uno acude a las casetas sin referencias. Seguir leyéndolo en la revista Le Miau Noir