Generosa comida en el restaurante SoMa de Goya, con café irlandés a los postres. Nos quedamos hasta el final del servicio, tanto así que tenemos que alzar la voz para seguir conversando sobre el ruido de la aspiradora. Por encima de todo es capaz de anteponerse una presencia nueva, una voz que primero asocio con la radio de los ochenta. “Ese hombre es el que presentaba El gato al agua”, dice una amiga. Quiere hacerse una foto con él para mandársela a su madre, que lo adora. La acompaño. Para entrarle a un desconocido en un restaurante o para, como en Pulp Fiction, atracar el establecimiento, conviene ir acompañado de una mujer. Si el desconocido es desconocida la mujer resulta contraproducente.
Antonio Jiménez es alto, atlético, uno de tantos Dorian Greys de la derecha, todos ellos como conservados en formaldeido: De Cuenca, Herrera, Vargas Llosa, y su Matusalén oficioso, Sánchez Dragó. Rajoy es la excepción. Bertín Osborne, un año mayor que él, lo masajeó el otro día en su programa, pero al terminar, puesto al lado del presidente, parecía aún más yogurín que al principio. Será por la barba. Y no haber presentado nunca Contacto con tacto, que como experiencia de vida tiene la misma entidad que un ritual de iniciación vampírico. A Jiménez lo rejuvenece aún más su pizpireto acento andaluz (disimulado en los medios), oírlo hablar de su hijo de trece años. Cuando vimos a Rajoy la semana pasada en la Cope acollejando al suyo por pasarse de sincero parecía un nieto que le habían prestado para pasar el día.