
Paco Ibáñez metido en un jardín
Vuelve el guitarrista Paco Ibáñez para decir que no toca en los municipios gobernados por el PP porque le da asco. El asco es una variante intensa, un tanto melindres, del extrañamiento, y tiene lógica porque él es el primer extraño para la joven generación, que no ha oído hablar jamás de su concierto-hito en el Olympia ni sabe, con perdón, quién fue Miguel Hernández. Aquello fue en los tardíos sesenta del carnívoro cuchillo, musicando los aceituneros altivos. Reaparece ahora el guitarrista Ibáñez con todo el mensaje intacto, sin filtrados, como si recién despertase de una larga siesta de cuarenta años sin orinal. Como si no existiera Justin Bieber. O como si estuviéramos en guerra (otra) y no se hubiera enterado nadie. Lo más probable es que la del 36, contradiciendo el parte militar de los vencedores, no haya terminado. Por eso de vez en cuando nos explotan en la cara declaraciones así o, literalmente, nos cae alguna bomba. Yo creía que eran del Daesh.
En mi generación, para colocarnos la tajada ideológica, teníamos a Ismael Serrano, que en un arranque lírico tituló su primer disco con el nombre del peor de sus temas, Atrapados en azul. En conjunto no era un mal trabajo ni su título una alusión al cielo. Se refería al color de los uniformes de la policía, que a Serrano lo tenían muy agobiado, como sin espacio para respirar. Debía de pasarse los días corriendo delante de ellos. Eso es algo que no puedo atestiguar, a mí la mayoría de manifestaciones estudiantiles me pillaba en casa estudiando. No he sido yo nunca de ir buscando el contacto con la policía. Si acaso esporádicamente y a intervalos regulares; cada diez años, para renovar el DNI.
A Ibáñez también le da asco Pau Gasol («deportista de mierda, mamarracho y asqueroso») porque posa en los carteles publicitarios. Y Loquillo, un asquito también: cobró de La Vanguardia y, oh, Bruto, hasta de algún banco. A los jóvenes como Paco Ibáñez el mundo siempre se les antoja feo y viejo. Él se ha propuesto renovarlo cantando A galopar muy fuerte y muy seguido, a todo sudor, pero ni por ésas. La derecha, cree, siempre es luciferina y la izquierda, cuando gobierna, una horrorosa fuerza de traición. Con la gente como Paco Ibáñez nunca se acierta, y si se acierta es que se está errando. Es la dicha del constante malestar, no hallar tormento sino placer en la celda cervantina «donde toda incomodidad halla su asiento». Para vivir rodean su pesimismo genético de otro aún más fiero e irrebatible de modo que la verdad, si alguna vez se acoge a formas amables, no les pille desprevenidos. Pues a esto, en España, lo llamamos coherencia ideológica.
«Tampoco creo que tenga toda la razón del mundo», concede Ibáñez. Se equivoca de nuevo, esta vez por humilde. La razón la tiene y la tendrá toda este hombre, en este mundo y en el que venga, pues el suyo no es ni será de este reino. Los que son como él siempre tendrán razón porque nunca dan las razones, y su raciocinio es un sistema cerrado, impenetrable, que cuando se contradice -cosa frecuente: hablan como robots pero son humanos- busca amparo en la coartada del corazón. Aunque sus rostros tienen umbrías de perro flaco, en realidad son gatunos y siempre caen de pie. Por eso cantan la pobreza del pobre y la riqueza del rico, cuando la realidad poética verdadera reside en la mezcla abigarrada de esos dos mundos o en su abstracción: Baudelaire.
Este bardo, de la especie de los cantautores sin autoría, canta siempre y con éxito los versos de otros. Las letras propias las deja para las entrevistas. Pese al dudoso mérito de ponerle música al poema que ya la trae de serie, entendemos el éxito preclaro que un guitarrista modesto como él pudo tener, Franco reciente, cantando a jovenzuelos como Quevedo, que le valen lo mismo al justo que al impostor: todos se identifican con aquél. Por eso los llaman clásicos. Si las letras te las escribe Jorge Manrique tienes que ser muy torpe para patinar. Otra cosa sucede cuando bajas del escenario. Entonces abres la boca y el que habla ya no es Lorca, redivivo y preñado de metáforas, sino Ibáñez, el del quinto, haciendo un uso libérrimo de su derecho a ser vulgar. También cierto día Baroja, topándose con Valle-Inclán en la calle Alcalá, al decirle que venía de recoger el dibujo de su árbol genealógico, tuvo que escuchar del gallego, dramaturgo y poeta de creatividad fina y fecunda, cómo le mandaba, abruptamente, sin silenciadores líricos, a la mismísima mierda. Literal.