Carta desde el imperio

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¿Es el enemigo?

Como español que soy me despierto cada mañana con un solo afán en la cabeza: ¿qué podría hacer yo, simple ciudadano, para hacerle daño a Venezuela? Pienso en el país, claro, no en sus habitantes, a los que no tengo el gusto de conocer uno por uno. Eso es algo que sólo está al alcance de Google y de los asamblearios de la CUP. Maltratar a Venezuela es algo que habita la profundidad de la mente hispánica -necio es negarlo- desde que Bolívar se levantó en armas contra nosotros, el imperio. Menudos somos para olvidar. No sabríamos decir quién ganó la más reciente gala de Eurovisión, pero las ofensas que venezolanos ignotos le hicieron a tatarabuelos de mis abuelos, a los que no conocí, no podían quedar sin castigo. Ahora Nicolás Maduro, sagaz, nos ha descubierto la intención, y sufro de pensar cómo organizar mi ataque, ya de por sí soterrado, para enterrarlo aún más de manera que él no lo detecte.

La tarea es ardua pues el tipo es una especie de Sherezade caribeña: fantasea para sobrevivir. A diferencia del escritor Rómulo Gallegos, también venezolano, él no escribe novelas inspirado por la realidad. En su lugar ha decidido hacer de la realidad una novela, y de las baratas. Cuando quiere meterle melodrama, incluye a Dilma Rousseff como personaje. Si precisa toques de realismo mágico, saca a su ministro de economía en televisión para que declare que la inflación no existe: otro invento burgués. No obstante, sí extraña que Maduro califique a Albert Rivera de oligarca, pues nadie mejor que él para saber lo que tal posición lleva aparejado. Él mismo podría ser, si lo gestionara como es debido, el preboste en cuasipermanente chándal de un imperio, pero prefiere buscar el imperio de otros en todas partes. Lo de gobernar en chándal, copiado de Hugo Chávez, quien a su vez lo tomó de Castro, nos proporciona un acercamiento gimnástico al poder, o como de cosa que puede hacerse desde el sofá de casa, sin acalorarse. Así debe de ser muy fácil ganar una y otra vez, repetidas en un eterno retorno, muchas, innumerables batallas de Carabobo.

El oficialismo chavista no se cansa de repetir la permanente presencia del oscuro poder español en sus estructuras. ¿Por qué querríamos invadir Venezuela si ya nos pertenece? Recuperar lo que ya es de uno suena tan delirante que sólo se le ocurriría a Ignacio González o a Lula da Silva, quienes alquilaban por la vía legal pisos que ya eran suyos en el ponzoñoso y opaco mundo de los desfalcos. También nos hace evocar al catalán Raül Romeva, ministro de asuntitos exteriores, hará cosa de un año muy escamado por la creciente presencia, tan ofensiva, de aviones de combate en los cielos de Cataluña, la edénica. Las aeronaves, claro, pertenecían al ejército de España, esa insufrible fuerza de ocupación.

Odiar Venezuela y conspirar para destruirla contribuye a afirmar mi españolismo. Ahora, cuando de alguien se sospecha que es antiespañol, no basta con que él mismo lo confiese. Antes sí: si alguien se oponía a las decisiones del gobierno de Rajoy es que no quería a su patria, pero el asunto Tordesillas ha servido para difuminar ese argumento. Desde que el PSOE y el PP locales se han puesto de acuerdo para perpetuar allí la matanza del Toro de la Vega, ya nadie sabe dónde se oculta el enemigo. Los independentistas catalanes, por ejemplo, ya sólo son detectables en el fútbol. Si alguien asegura serlo pero no acude a los partidos con su estelada ad hoc jamás terminará de persuadirnos. Nunca se sabe. Puede tratarse de un español secreto, uno de esos que queda con sus copartidarios para comer tortilla de patatas en la clandestinidad. Y esto es importante. Se aproximan elecciones y conviene saber de antemano con qué pulmón respira cada uno, de modo que el conteo de votos del 26-J se convierta en una simple corroboración, la consagración formal de las encuestas.

Las ganas de destruir Venezuela, honesto es admitirlo, varían según el tiempo, los caprichos de amor y las estaciones. Depende de lo colonialista que se despierte uno. A veces un amigo me propone, pongamos por caso, dejar de comprar petróleo venezolano y hasta llego a barajar la idea. Luego recuerdo que me apetece volver a casa en mi vehículo y las ganas se me disipan. Otros días, sin embargo, veo por televisión a los venezolanos haciendo cola durante horas para adquirir bienes racionados de primera necesidad y se me ocurre que mi primera necesidad es sentarme a escribir una columna como ésta. El caso es hacer daño.

 

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Acerca de Rubén Diez Tocado

Narrador. Poeta. Bípedo. Omnívoro. Bloguero sobrevenido. Premio Tiflos de cuento por "Los viajes del prisionero" (finalista del Premio Setenil 2015). Premio Internacional Martín García Ramos de poesía por "La nada discontinua" (Ed. Difácil). Contacto: rubendieztocado@gmail.com
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2 respuestas a Carta desde el imperio

  1. Ángel dijo:

    GENIAL…
    Qué buen trato del humor… Si no fuera para llorar, nos partiríamos de la risa !!!!!!!!!!!!

    Me gusta

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